#ElPerúQueQueremos

Caudillismo en el Perú: las primeras décadas

Publicado: 2010-10-24

Desde el inicio de nuestra independencia la colectividad peruana fue desigual en todo sentido. El virreinato nos legó una sociedad multirracial, profundamente estratificada y con una gran masa poblacional pobre y analfabeta dispuesta a cualquier cosa por su reivindicación. En esas circunstancias era muy difícil que las ideas liberales francesas se pudieran aplicar, se requería un previo periodo de “igualamiento socio-económico” que disminuyera las diferencias. Las primeras décadas fueron para el Perú una época caótica y convulsiva, donde los grupos influyentes fueron incapaces de encontrar un proyecto social, primando la anarquía y los desórdenes institucionales.

Tal situación favoreció el surgimiento de un supuesto articulador del fraccionamiento social: el caudillo. Las ideas liberales, en lugar de generar democracia, nos provocaron autoritarismo. Aprendimos a ser insurrectos, incapaces de formar nacionalidad y ciudadanía. La independencia se asoció a la idea de obtención de riqueza fácil a través de la toma del poder o del gobierno.

Aunque fueron los mestizos y criollos quiénes iniciaron el largo camino de las revueltas de cuartel, detrás de ellos siempre hubo oligarcas que financiaban un cuasi ejército.  Éstos para tener el mando se autoinvestían de un grado de oficial de acuerdo al tamaño de las huestes constituidas. No eran profesionales formados en alguna escuela militar, sino personas con dinero, influencias o poder, que a la usanza feudal,  se hacían de su milicia para tomar el poder e intentar perpetuarse en él.

Conseguido su objetivo, el caudillo gobernante inmediatamente reorganizaba su milicia desplazando a los oficiales vencidos de los puestos de mando con personajes leales a él, tuvieran o no experiencia militar (clientelaje). A otros les asignaba puestos públicos, los ascendía o les devolvía sus grados si anteriormente los habían perdido. Los oficiales milicianos vencidos eran licenciados (caídos) con la tercera parte de sus magros salarios, convirtiéndose así en presas fáciles para que otro grupo económico, apartado del área de influencia del gobernante de turno, los tentaran para otra aventura golpista. Los “caídos”, acicateados por incentivos económicos o motivados por poder, venganza o la recuperación de grados y privilegios perdidos, se embarcaban rápidamente en la nueva revolución.

Esto fue lo que sucedió, más o menos, hasta 1860: repetidas revoluciones y contrarrevoluciones hechas por los mismos actores, oligarcas sin poder y los “caídos”  sin pensión, sin grados y sin honores, siempre dispuestos  a abrazar cualquier causa por las armas. No olvidemos que en estos 40 años de vida republicana, no existieron partidos políticos, el sistema electoral era censitario solo para varones con riquezas o propiedades, pero también para los oficiales milicianos. Entonces, pertenecer a las milicias como oficiales era una forma de ascenso social y posibilidad de ejercer derechos políticos y civiles. 

Algunos historiadores (antiguos y nuevos) llaman a este periodo “militarismo” (ver post 2 octubre 2010). Pero si analizamos desapasionadamente la historia político-social  de esa época descubriríamos que los supuestos militares revolucionarios,  eran en realidad “caudillos con uniforme”, que se inventaban causas maquilladas como nobles, con el único afán de capturar el poder. El “caudillo con uniforme” era político porque luchaba por alcanzar el poder, no era un militar y menos un estadista.

Si el caudillo en su aventura revolucionaria triunfaba y accedía al poder, rápidamente se descubría que no tenía plan de gobierno, que tampoco arrastraba masa que lo apoyara, pero si disponía de tropas leales a él, no a la nación, no al pueblo, no a la Constitución vigente. Cuando caía un caudillo miliciano, lo hacía con sus seguidores, partidarios y amigos. Algunos eran deportados o exilados a un país vecino, desde donde volvían a conspirar, otros caían en desgracia y miseria, pero esperanzados en ser convocados por otro oligarca para recuperar lo perdido.

Por otro lado, la aristocracia, los intelectuales y los profesionales de clase media, ni se involucraron decididamente en la gesta libertaria ni quisieron asumir liderazgos políticos gubernativos durante estas primeras décadas. Acostumbrados a su comodidad económica y vida tranquila durante el virreinato, prefirieron no combatir, y con ello perdieron prestigio, legitimidad y representatividad ante el pueblo, dejando un vacío de poder.  Éste fue ocupado por los caudillos, muchos de los cuales habían acumulado prestigio guerrero y podían convencer cuando reclutaban seguidores dispuestos a pelear.  Al lado o detrás de los caudillos, surgieron un círculo de intrigantes y especuladores políticos-económicos  que formaban facciones en torno a sus intereses, no en pro de la patria o de la sociedad nacional. Pero de  ellos escribiré en otra oportunidad.

 Hoy, casi 200 años después,  pareciera que surgieran nuevas formas de caudillismo, tal vez más educados, mejor hablados, pero con los mismos discursos demagógicos de siempre. No tienen visión nacional, sólo del grupo de interés o regional. Tampoco necesitan organizar milicias, han aprendido a movilizar las masas con arengas encendidas y promesas descabelladas, sólo para ganar las elecciones. Pero también hay los seguidores y organizadores de siempre, los “caídos” actuales, que pueden aumentar si no se procede con prudencia.  ¿Cuántas décadas más deben pasar para aprender las lecciones de la historia?


Escrito por


Publicado en

Andrés Acosta

General del Ejército Peruano en retiro